17 junio 2025

Posesión, de A. S. Byatt

 


El libro, grueso y negro, estaba cubierto de polvo. Tenía las tapas combadas y quebradizas; en sus tiempos había sido maltratado. Le faltaba el lomo, o mejor dicho sobresalía entre las hojas como abultado marcador. Estaba sujeto con vueltas y vueltas de una cinta blanca sucia, cuidadosamente atada con un lazo. El bibliotecario se lo entregó a Roland Michell, que lo esperaba sentado en la sala de lectura de la Biblioteca Londinense. Había sido exhumado de la caja de seguridad número 5, donde solían flanquearlo Las travesuras de Príapo y El amor griego. Eran las diez de la mañana de un día de septiembre de 1986. Roland ocupaba la mesita individual que más le gustaba, detrás de un pilar cuadrado, pero con el reloj de la chimenea bien a la vista. A su derecha había un ventanal soleado, que dejaba ver el ramaje verde de St James’s Square.

Así comienza Posesión, la monumental novela con la que la narradora británica A. S. Byatt (1936-2023) obtuvo en 1990 el premio Booker. Anagrama la acaba de rescatar más de treinta años después de que lo incorporara a su catálogo en 1992 con una espléndida traducción de María Luisa Balseiro, diez años antes de su adaptación al cine en 2002 en una brillante película protagonizada por Gwyneth Paltrow y Aaron Eckhart.

Hasta la publicación de Posesión -lo que coloquialmente se entiende por un novelón- y el éxito abrumador entre sus muchos lectores, la obra de A. S. Byatt había tenido una difusión limitada por su complejidad intelectual y su fondo de frecuentes referencias culturales, pero con este título llegó al gran público con un éxito que sobrepasó los límites de la lengua inglesa y le otorgó un cierto prestigio entre la crítica. Un prestigio discutido, no unánime, porque una parte de esa crítica, sobre todo inglesa, puso en entredicho su inobjetable calidad literaria y acusó a la novelista de una comercialidad propia del bestseller. 

Posesión en concreto aprovecha, desde su indiscutible solvencia narrativa, algunos de los mecanismos que había utilizado pocos años antes Umberto Eco en El nombre de la rosa, especialmente la construcción de una trama detectivesca con un abrumador despliegue de metaficción, intertextualidad y erudición en torno a una serie de textos ficticios de la época literaria victoriana.

El peso de la acción recae en Roland Michell, un investigador literario especialista en la obra del poeta inventado Randolph Henry Ash, un reconocido escritor de la época victoriana en quien no es difícil reconocer la sombra de Browning o el perfil de Tennyson, los dos poetas ingleses más significativos de finales de la segunda mitad del XIX.

En el polvoriento ejemplar de El jardín de Proserpina (1861) que acaba de retirar en la Biblioteca Londinense, Michell encuentra dos borradores inacabados de cartas sin enviar dirigidas por Ash a Christabel LaMotte, poeta menor y personaje posiblemente inspirado en la figura de Christina Rossetti. Esas dos cartas se convierten así en el motor argumental de la novela:

Bajo la página 300 había dobladas dos hojas enteras de papel de cartas. Roland las abrió con delicadeza. Las dos eran cartas escritas con la letra amplia de Ash; las dos llevaban en el encabezamiento su dirección de Great Russell Street, y la misma fecha, 21 de junio. Faltaba el año. Las dos empezaban por «Apreciada señora», y las dos estaban sin firmar. Una era mucho más corta que la otra.

Ayudado en su investigación por la más decidida Maud Bailey, la mejor especialista en Christabel LaMotte, un Michell poco resolutivo emprenderá una compleja indagación literaria y humana que tendrá sorprendentes ramificaciones e indeseados conflictos de intereses con rivales académicos y antagonistas sobrevenidos.

Desde ese momento se desencadena una intriga creciente que va más allá del rastreo de una relación amorosa secreta entre ambos poetas para inventar dos poetas con vidas, obras y estilos propios -ese es posiblemente el mérito mayor de A. S. Byatt en Posesión- y para reconstruir la literatura y la sociedad victoriana por medio de una novela  sembrada de referencias literarias y pictóricas. Una novela que es una celebración constante de la escritura, la imagen y la palabra. 

El juego de espejos y simetrías entre la ficción y la realidad o entre el pasado (mediados del XIX) y el presente (1986) se proyecta en las dobles parejas sobre las que se sostiene la trama: la de los investigadores/detectives (Roland y Maud) y la de los poetas investigados (Ash y LaMotte) en un ejercicio bidireccional de posesión: la de los biógrafos sobre los poetas biografiados y, a la vez, la de estos sobre aquellos.

Y a partir de ahí, la divertida sátira del mundo académico y de la fauna universitaria -conocidos de primera mano por A. S. Byatt, profesora en una universidad de Londres-, la reivindicación de la independencia femenina y el papel de la mujer en la relación amorosa o el conflicto entre libertad y posesión se suceden como algunos de los temas que explora la novela, en cuya escritura a menudo paródica y siempre deslumbrante hay un ingenioso y lúdico despliegue de géneros diversos: desde el ensayo académico a la poesía -casi dos mil versos- y desde la narrativa a la literatura diarística o epistolar.

Ese audaz y habilísimo despliegue de géneros se completa con la coexistencia en un ingenioso artificio de variados subgéneros narrativos que van desde la novela de campus al relato de reconstrucción histórica pasando por la narración detectivesca o la novela sentimental para ofrecer una experiencia de lectura adictiva, exigente e inolvidable, a través de un ejercicio de inmersión en el mundo recreado por Byatt, y para celebrar esta fiesta de la imaginación y la palabra, del humor y la cultura, de la literatura, las emociones y la inteligencia que llega mañana a las librerías.


16 junio 2025

Sánchez Mazas. El falangista que nació tres veces

 


15 junio 2025

Goya Gutiérrez. Conjunción de las aguas

  



Conjuguemos las aguas                                      tamicemos sus hebras 
                                        nombremos las Palabras 
                                        en las que aún creamos  
pronunciemos                                                         un conjuro poético 
                                        para que el mundo sane 
             y de las grietas brote                                 el líquido arbolado 
             del hallazgo que nos restituye
                           a nuestra casa interna 
                           frente a cualquier quebrantamiento 

Con ese texto cierra Goya Gutiérrez su Conjunción de las aguas, que publica Ediciones Contrabando en su Colección Marte con un prólogo en el que Neus Aguado escribe que “inspirado en los libros sapienciales, este poemario se adentra en el misterio de la existencia, el único misterio insoslayable, junto al de la muerte, que viene a ser lo mismo.” Y por eso, concluye, “en esta casa transitoria, que es nuestra existencia, merece la pena tener a mano los poemas de conjunción de las aguas para que nos ayuden a comprender, aunque sea parcialmente, que la vida es simplemente un fluir, un dejarse impregnar de las aguas de la sabiduría. Como si fuera una música que regresa a su origen una y otra vez.”

En la nota final que cierra el libro a modo de epílogo, Goya Gutiérrez revela las claves interpretativas de Conjunción de las aguas cuando destaca la ambivalencia simbólica del agua: “principio, generadora y renovadora de vida, por una parte, y destructora y provocadora de muerte por la otra.”

Organizados en tres partes -Aguas, Contracorriente y Conjunción de las aguas, la sección que da título al volumen-, los textos de la primera abordan por un lado la fugacidad de lo líquido en el tiempo y por otro, la fuerza del agua interior y la necesidad de construir “cimientos individuales para que nuestra casa física y espiritual no nos sea arrebatada por el agua tempestuosa.” 

Este es el poema que cierra significativamente con ese aprendizaje de lo huidizo y la pérdida esa primera parte: 

Aprender que quizás solo eres 
una simple invitación de alguien desconocido 
en ese misterioso eslabón de la sucesión cósmica 
y así ligera                algo también difícil de lograr será encontrar 
             un antídoto contra el deseo de que 
tus mejores pasos dejen alguna huella en este mar 
o en esta tierra                 para pararse y vaciarse 
en la contempladora paz de algún orden secreto 
                más allá de visibles estrellas
                más allá de sus constelaciones líquidas

Referentes como el amor, la naturaleza, la poesía o la belleza se convierten así en ejes centrales de la resistencia a contracorriente. Una resistencia en la que la palabra poética funda escenarios desde los que asumir la imperfección o la muerte como parte de la vida y sus márgenes fluviales:

Palabras                                       resistentes y livianas 
hacia el centro del río                   celebrando 
que el fragoroso fuego                  que el fragoroso ruido 
de la intransigencia                       del quebrantamiento 
al final son vencidos por lo que vivifica: 
                          la constancia verbal 
en las aguas           que tenaces             las fecundan 
             y liberan de lastre                       piezas de una verdad 
             que cada una                     guarda en su interior

14 junio 2025

Luciano Canfora. La biblioteca desaparecida

 


13 junio 2025

Roberto Saviano. Grita

 


12 junio 2025

Del templo griego a la Bauhaus

 



Escribía John Ruskin en 1885 en La lámpara de la memoria, donde defendía la memoria como la sexta lámpara de la Arquitectura, que “debemos contemplar la Arquitectura con la máxima seriedad. Podemos vivir sin ella, adorar sin ella, pero no podemos recordar sin ella.” 

No sé si David Ferrer, además de arquitecto buen lector y templado prosista, conoce esa reflexión y esa luminosa obra de Ruskin. Es muy probable que sí, aunque en su libro sólo cita Las piedras de Venecia. En todo caso, su magnífica Historia personal de la arquitectura europea, que acaba de aparecer en Tusquets en una edición generosamente ilustrada, responde a ese convencimiento y es un despliegue de memoria cultural y sabidurías integradas en las que confluyen la historia general, la de la cultura, el arte o la literatura y la historia social para trazar en conjunto un completo panorama de la esencia de la civilización occidental y de su evolución a través de la arquitectura.

“Muchas ciudades europeas -explica David Ferrer en el prólogo- conservan ruinas griegas y romanas, templos medievales, edificios renacentistas y barrocos. En ellas existen testimonios más o menos importantes de todas las corrientes arquitectónicas de los últimos dos siglos, hasta el punto de que sus calles constituyen los mejores museos de arquitectura posibles. Este es un libro de historia de la arquitectura europea, que ciertamente no es la única importante que ha habido en el mundo, pero sí aquella que más ha tenido conciencia de sí misma, la que ha experimentado cambios más radicales y la de mayor influencia universal. La obra contempla la arquitectura creada en el continente europeo desde Grecia hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa pierde la indiscutible influencia política y cultural que había mantenido desde hacía siglos. No es una historia miniaturizada, que repase fielmente todos y cada uno de los episodios arquitectónicos de Europa y los comprima en un libro de pequeño formato. Muy al contrario, es un resumen que focaliza la arquitectura y los edificios más importantes e influyentes y olvida voluntariamente los secundarios, o si se prefiere, es una antología de la mejor arquitectura.”

Una antología arquitectónica, subtitulada Del templo griego a la Bauhaus, que propone un espléndido recorrido histórico a lo largo de cuarenta capítulos que reconstruyen el panorama de la civilización occidental a través de su arquitectura, desde la Grecia clásica y su carácter fundacional hasta la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial.

Construida con una prosa nítida y elegante, alejada de tecnicismos, esta antología de la arquitectura europea que inicia su itinerario en la Atenas clásica de la Acrópolis, el Partenón y los templos con relieves escultóricos, recorre las primeras ciudades emergentes (Atenas, Alejandría, Mileto, Pérgamo); la helenización de la arquitectura romana y la decisiva transformación que produjeron el arco y la bóveda de cañón que los romanos conocieron en Asia Menor y Babilonia (“la bóveda de arista y la arquería constituyen históricamente unos hallazgos de enorme trascendencia para la arquitectura europea”); los grandes edificios públicos, como el asombroso Panteón o el imponente Coliseo; la primera arquitectura del cristianismo, que transformó las antiguas basílicas de uso civil en suntuosos edificios de carácter religioso desde Constantino; la arquitectura bizantina del Imperio romano de Oriente y Santa Sofía de Constantinopla; el largo proceso de aprendizaje de la arquitectura por parte de los bárbaros que culminó con Carlomagno y la Capilla Palatina de Aquisgrán; la primera arquitectura medieval de los monasterios y las primeras catedrales de cruz latina; el arco apuntado y la revolución de la bóveda de crucería que dio lugar al gótico, iniciado en la abadía de Saint Denis y culminante en la Europa de las catedrales.

La parte central del volumen dedica once capítulos por su trascendencia al Renacimiento y el Barroco: la renovación de Roma con la cúpula de Brunelleschi en Florencia; el primer libro de arquitectura de Leon Battista Alberti y el templete de Bramante en San Pietro In Montorio; la construcción de la basílica de San Pedro -“Colocaré el Panteón sobre la basílica de Constantino”, había anunciado Bramante, que diseñó la iglesia aunque no pudo terminarla-; la irrupción potente y renovadora de Miguel Ángel, que “dio un rumbo irreversible a la arquitectura renacentista” ya en Florencia con el diseño de la Biblioteca Laurenciana antes de remodelar en Roma el Campidoglio y de imprimir en San Pedro del Vaticano “una huella personal y definitiva”; el Barroco o la nueva arquitectura de la Iglesia católica romana, entre Bernini, que trabajó casi sesenta años para dejar su presencia imborrable en el paisaje urbano de Roma, y Borromini, la otra cara del Barroco romano, su lado oscuro y ensimismado; el Barroco francés en el siglo de Luis XIV y el esplendor del Louvre y Versalles o el Barroco anglicano en la cúpula de la catedral de San Pablo en Londres.

Con el Essai sur l’Architecture (1753) el abad Laugier se sumaba a “una ofensiva intelectual francesa de mayor alcance que iba a cambiar la historia de Europa.” Una ofensiva de la que formaban parte de los enciclopedistas del Siglo de las Luces. El Essai formulaba una propuesta racionalista frente al Barroco que acabaría tomando forma en el Neoclasicismo y en la recuperación de los modelos arquitectónicos griegos. Sustentado en las teorías de Winkelmann y en la reivindicación de la arquitectura romana por parte de Piranesi, ese fue el estilo arquitectónico que se impuso en Europa a lo largo del siglo XVIII, con el apoyo intelectual de Goethe, que compaginó la defensa de la arquitectura neogriega con la revindicación del Gótico como estilo nacional que expresaba el alma alemana. Eslabón entre la Ilustración y el Romanticismo, Goethe propició que este último movimiento volviera la mirada a la arquitectura gótica en un contexto general de reivindicación de lo medieval también en la literatura y el arte.

La incorporación de nuevos materiales como el hierro en la construcción de mercados o estaciones de ferrocarril, lo que provocó una ruptura conceptual entre arquitectura y ingeniería; el éxito efímero del Art Nouveau; la modernidad de la Escuela de Viena y su arquitectura funcional y exenta de ornamentación; el clasicismo modernista catalán de la Escuela de arquitectura de Barcelona y el Palau de la música; la arquitectura de Gaudí en la Sagrada Familia, el Parque Güell y la Casa Milà (La Pedrera), obras aunque “plásticamente fascinantes” de “dramática inutilidad” son algunos de los momentos arquitectónicos que trata el autor en el resto de los capítulos para culminar en la Bauhaus alemana de Gropius y su fusión de arte y tecnología, de racionalidad y funcionalismo en “el mayor experimento para crear una escuela de arte y arquitectura propia del siglo XX.”

Este que dedica al monasterio del Escorial es uno de los párrafos con los que David Ferrer construye la admirable Una historia personal de la arquitectura europea:

El Escorial es a la vez monasterio, iglesia, panteón y palacio real, una combinación singular de usos que seguía la tradición de los grandes monasterios medievales de la península como Alcobaça o Poblet. La planta reticular del Escorial, con sus numerosos patios, es de clara influencia italiana, así como la cúpula con tambor, la primera que se construía en España y una apropiación temprana del templete de Bramante. A su vez, los pintorescos chapiteles de pizarra del tejado, inéditos en la arquitectura local, son en cambio de influencia flamenca y un probable guiño deferente al país donde transcurrió la juventud del rey. A pesar de estos préstamos, el aspecto general del monasterio, con la desnudez de sus fachadas de granito, la inmisericorde repetición de sus ventanas y las cuatro torres que flanquean el edificio una influencia del alcázar (alcaçr) islámico, lo acerca más a la arquitectura castrense de tradición hispánica que al manierismo de cuño italiano. Juan de Herrera (1530-1597) exmilitar y lo que llamaríamos hoy ingeniero o arquitecto, y un culto estudioso embarcado en la metafísica de la geometría, acabó el edificio y le dio el aspecto final. Pero sobre todo fue el competente organizador de una compleja obra de enormes dimensiones que consiguió terminar además en el tiempo récord de veintiún años: «Un esfuerzo consagrado al esfuerzo» [Ortega y Gasset. Meditación del Escorial]; en Europa solo la construcción de San Pedro de Roma podía rivalizar con esta obra. El Escorial, aunque sea el edificio que mejor refleja los rigurosos postulados artísticos de la Contrarreforma, nunca ha despertado demasiados entusiasmos estéticos más allá del interés que suscita su gran contenido histórico.

Vuelvo, para terminar, a John Ruskin y a La lámpara de la memoria, donde defiende que “podemos afirmar que la Memoria es en verdad la Sexta Lámpara de la Arquitectura, porque los edificios civiles y domésticos solo adquieren su plena perfección al apuntar a la memoria y a la monumentalidad; y ello porque, a tal efecto, son, por un lado, erigidos de un modo estable y, por el otro, sus motivos decorativos están impregnados de significados históricos o metafóricos.”

Un libro como este vuelve a encender con sus luminosas páginas, esa memoria presente de la civilización y la cultura.


11 junio 2025

George Steiner. Tolstói o Dostoievski

 


10 junio 2025

Florencio Luque. A solas con la luna

 



 Nunca codició cátedras ni la altura del púlpito.
Amó el canto discreto que habita en los arroyos.
Supo oír el silencio de todas las respuestas. 
Amparado en la vida, desdibujó las sombras. 

 Con esa Inscripción cierra Florencio Luque A solas con la luna, el libro que publica en Averso. Subtitulado Las sendas de Dôgen, lo presenta un prólogo en el que Manuel Ángel Vázquez Medel destaca la “fuerte presencia de introspección y meditación sobre la vida y la muerte” en estos poemas.

Y en efecto, poesía y pensamiento se conjuntan armónicamente en los textos de Florencio Luque, autor de cuatro libros de aforismos en los que encauzó una escritura meditativa que no es ajena ni a la biografía y al temperamento del autor ni a su formación filosófica y literaria.

Por eso su línea poética confluye con naturalidad con la poesía zen del maestro budista japonés Dôgen, que vivió en la segunda mitad del siglo XIII y a cuya voz se atribuyen los poemas de las tres partes del libro, enmarcadas entre una apertura y un cierre que delimitan la estructura de este tríptico.

Un tríptico que recorre las tres fases de un camino de perfección espiritual que transcurre entre el inicial mapa de la memoria y el Ruego final antes de alcanzar la serenidad definitiva:

Dejad que aguarde cada día 
como quien espera los frutos 
del árbol de un pequeño huerto.

Dejad que apure su raíz 
y acaricie las plumas de sus pájaros 
bajo un velo de lluvia azul. 

Dejad que, sin prisa, camine, 
sumido en asombro y silencio, 
para echar el telón de esta liturgia.

Esa serena actitud contemplativa es la base de una escritura que surge de la conjunción de reflexión y sentimiento, de la asunción del pasado, la celebración del presente fugaz y la aceptación ante el presagio de la Nada:

Cuando la lluvia llegue 
y el corazón se torne 
un transparente estanque, 
seré junco en su orilla, 
nada, 
que nada espera.

Poemas como este reflejan la depuración verbal y el tono transparente de un libro atravesado por la búsqueda de la luz y del silencio, por la vivencia del paisaje y la fusión con la naturaleza, el árbol y el pájaro, por el viento y la noche, por la revelación del canto de las aves en sombra, por la persistencia del agua de la lluvia cayendo suavemente en los estanques, entre el sueño y la sombra:

Bajo la sombra del chopo, 
soy esta suave penumbra 
en el silencio del aire. 

Bajo la sombra del chopo, 
soy el canto de la tórtola 
con su dulce letanía. 

Bajo la sombra del chopo, 
me abrazan todos los sueños 
y la inocencia de un niño.



09 junio 2025

Vida y leyenda de un mercenario medieval

 



 Quienes profesamos y culminamos con algún provecho estudios superiores de Filología Hispánica y Románica en los años 70 y leímos los estudios beneméritos de Menéndez Pidal o los rigurosos acercamientos al Rodrigo de la historia y al Cid de la poesía en Historia y poesía en torno al Cantar del Cid, de Jules Horrent, en la imprescindible colección Letras e ideas que dirigía Francisco Rico en la Editorial Ariel, sabemos desde hace medio siglo -como nuestros alumnos por nuestra intermediación a lo largo de cuatro décadas- que el personaje literario que construyeron el poema latino Carmen Campidoctoris, la crónica latina titulada Gesta Roderici, que es la biografía más temprana del personaje, el vernáculo Cantar de Mio Cid, la alfonsina Estoria de España, las tardomedievales Leyenda de Cardeña y Las mocedades de Rodrigo o los romances y sus secuelas áureas -de Lope a Quevedo o a Guillén de Castro y Las mocedades del Cid- y modernistas -de Rubén Darío a Eduardo Marquina y a Manuel Machado- tiene poco que ver con el histórico Rodrigo Díaz de Vivar que murió en la Valencia de su señorío el domingo 10 de julio de 1099, a los 56 años.

Por eso, solo a los iletrados -que tampoco leerán ni este libro ni esta reseña-, a los que conocen al Cid de vista por el western medieval que protagonizó Charlton Heston o a la parte más iletrada de la crítica -universitaria o periodística, que de todo hay- les puede parecer una novedad la imagen del héroe medieval que se refleja en El Cid. Vida y leyenda de un mercenario medieval, la espléndida monografía de Nora Berend que publica Crítica en una cuidadísima edición ilustrada con traducción de Beatriz Ruiz Jara.

“Desde la perspectiva contemporánea -escribe la autora en la Introducción, ‘Un héroe para todos los gustos’- fácilmente se podría describir a Rodrigo como un chaquetero o un traidor: cambió de bando, del de un rey cristiano al del gobernante musulmán de Zaragoza. Y es que anteriormente había estado al servicio del antedicho: inició su carrera militar en la corte del rey Sancho II de Castilla, donde fue líder de la mesnada personal del rey; tras la muerte de Sancho, sirvió al hermano del difunto monarca, el rey Alfonso VI de León y Castilla. Su ambición y sus acciones independientes lo llevaron a un enfrentamiento con el rey y, en última instancia, al destierro. Entonces fue contratado como mercenario por sucesivos reyes musulmanes de Zaragoza. Estando a su servicio, combatió a príncipes cristianos de la península. Fue durante este periodo cuando lideró a su ejército de guerreros, conformado por cristianos y musulmanes de la península ibérica, a combatir contra las tierras del rey. Puso especial atención en asolar aquellas zonas que estuvieran en manos del fiel vasallo del rey García Ordóñez, dada la perpetua enemistad que había entre los dos hombres. Rodrigo regresó de su exitosa campaña a la corte musulmana de Zaragoza, donde fue recibido con honores. Sin embargo, seis años después, poco antes de la muerte de Rodrigo, un clérigo ya lo había descrito como un guerrero enviado por Dios para luchar contra los musulmanes, y a lo largo de los dos siglos que siguieron se transformó en el perfecto caballero cristiano y en una figura santificada, celebrado como un héroe cristiano que luchaba por la fe.”

Pero no es una novedad sorprendente esa imagen mercenaria del ambicioso e indisciplinado caudillo medieval que ofrece este libro. Porque historia y leyenda, realidad y literatura siempre han ido por caminos dispares y paralelos, especialmente en el territorio de la literatura épica, desde la Ilíada y la Eneida hasta la Chanson de Roland, cuyos valores literarios quedan al margen de su fidelidad a los hechos que los inspiraron o a los personajes reales que los protagonizaron.

De modo que lo primero que hay que dejar claro es que el valor literario permanente de las tiradas irregulares y los versos anisosilábicos del Cantar de Mio Cid en modo alguno queda afectado por la comprobación de lo que corrobora este estudio, algo que ya se sabía hace un siglo y que supieron mejor y antes que nadie sus propios contemporáneos: que la figura histórica que los provocó, aquel Rodrigo Díaz de Vivar, era un mercenario que nunca estuvo al servicio de ningún ideal de cristiandad ni de ningún espíritu de cruzada, sino a disposición del mejor postor, fuera este cristiano, como Sancho II o Alfonso VI, o musulmán, como al-Muqtádir y su hijo al-Mutamín, reyes moros de Zaragoza, a cuyo servicio derrotó al conde de Barcelona, Berenguer Ramón II en Almenar en 1082. Volvería a derrotarlo y a hacerlo prisionero de nuevo años después en la batalla de Tévar.

Porque el Cantar de Mio Cid -el texto más importante de los muchos que idealizaron desde antes de su muerte su figura literaria- no es una glorificación de la lucha contra el moro ni la encarnación de ningún tipo de ideales colectivos, sino el brillante resultado de una construcción literaria de primer orden: la de la figura heroica, a veces indisciplinada o desleal y siempre ferozmente individual de un personaje que es capaz de levantarse desde las pérdidas consecutivas de la honra política y familiar para sobreponerse al destierro y al infortunio de sus hijas y para reafirmarse sobre esa doble adversidad superada.

Fijado ese punto de partida, lo primero que hay que destacar es que el riguroso ensayo de Nora Berend, catedrática de Historia Europea en la Universidad de Cambridge, es una indagación seguramente definitiva en torno a la figura histórica de Rodrigo Díaz de Vivar. Y ello, insisto, no por la novedad de sus planteamientos, sino por el completo despliegue documental del que dan cuenta el pormenorizado índice alfabético de nombres, obras, temas y lugares o la abundante relación de fuentes y estudios en que se apoya la autora, que se pregunta: 

¿Cómo pudo convertirse un mercenario medieval en un héroe para todos los gustos? Celebrado o condenado por sus brutales actos en vida, fue reconocido como un líder guerrero de gran éxito, con capacidad para recompensar a sus adeptos con un botín. Tal vez, de no haber muerto sin un heredero varón, su incipiente principado de Valencia hubiera podido incluso convertirse en un reino. Desde luego, sus logros militares fueron extraordinarios, pero no explican sus muchas transformaciones en leyenda. ¿Cómo un hombre que luchaba indiscriminadamente contra musulmanes y cristianos podía ser descrito, aún en vida, como un salvador cristiano enviado por Dios? ¿Y cómo él, cuya insubordinación a los mandatos reales lo llevaron a romper relaciones por completo con el rey, pudo transformarse póstumamente en un devoto cristiano impulsado por su fe religiosa, pero también en un fiel vasallo que luchó por su señor, el rey? En el siglo XIII se escribió un poema épico sobre sus hazañas, y el Cid del poema era un superhéroe: nunca derrotado en la batalla, lograba gestas formidables, pero se mantenía leal a su rey, a pesar de haber sido desterrado de forma injusta.

Y a responder a esas paradojas iniciales se orienta este ensayo que, como señala Nora Berend, “indagará en cómo un mercenario del siglo XI se convirtió en una estrella de fama mundial. Explorará las aparentes paradojas contenidas en la historia de un guerrero medieval que acabó siendo venerado como un santo, la personificación de las virtudes del patriotismo, un moralista y la mismísima alma de la nación española. Cuando se retiran las capas de leyenda que recubren al mayor héroe nacional español y nos encontramos con el hombre que fue un guerrero de éxito, si bien brutal y oportunista, debemos preguntarnos cómo pudo gozar de una posteridad tan formidable, cómo puede ser un héroe para personas con tan diversas convicciones políticas.”

Ipse Rodericus, Meo Cidi saepe vocatus 
de quo cantatur quod ab hostibus haud superatur.

Esos versos del Poema de Almería confirman que a principios del siglo XII ya existían cantos orales que fundaban el mito cidiano aún en vida de Rodrigo. Y los once capítulos del libro abordan la creación y el desarrollo del mito y su pervivencia secular que adaptan su leyenda a las circunstancias cambiantes de cada tiempo histórico.

Y así recorre Nora Berend un proceso que arranca con la creación de la leyenda cidiana coetánea al personaje en el inestable siglo XI, una época de “sangre y oro” y va consolidando su imagen de salvador que compendia las virtudes cristianas y de enviado de la divina Providencia, personificando su leyenda y elevando su imagen a la fama literaria o a la conquista de la gran pantalla. 

Un proceso que llega hasta la actualidad y sobre el que la autora propone esta conclusión:

¿Por qué sigue siendo importante este relato en el siglo XXI? A través de él podemos comprender no solamente aspectos significativos de la historia de España, sino también el proceso de construcción de la leyenda histórica, desde la Edad Media hasta la actual política populista. Estas leyendas consiguen penetrar en nuestra vida más profundamente que el verdadero conocimiento histórico y han ejercido una influencia desproporcionada en los pueblos, que a menudo ni siquiera son conscientes de la distancia que puede haber entre la propia historia y la leyenda mudable, el cambio constante, que se autoproclama historia. En el caso de Rodrigo Díaz, cuando retiramos la capa de leyenda, nos encontramos con un hombre que vivió en un periodo que no se puede sintetizar mediante juicios de valor sencillos en torno a «un choque de civilizaciones» o del «bien» enfrentado al «mal». Debemos entender la complejidad de una época en la que la gente luchaba entre sí, luego cooperaba con sus antiguos enemigos para volverse más tarde una vez más contra ellos; un periodo en el que se esgrimían argumentos basados en la religión para justificar la guerra, pero en el que también se hacía caso omiso a estos argumentos para, con la misma facilidad, entrar en guerra contra sus correligionarios o aliarse con supuestos enemigos de credo. Es más, como en todos los buenos relatos, el de la transformación del Cid nos induce a pensar y a poner en cuestión qué es aquello que nos hace humanos. ¿Qué es lo que nos atrae de las gestas militares y por qué insistimos en transformar a individuos de lo más inapropiado en héroes?




08 junio 2025

Quevedo. Huye la hora

 


07 junio 2025

Las tardes navegables, en la Universidad de Hanghzou

 

Siete poemas de Las tardes navegables formarán parte de la selección de 25 textos representativos de la poesía internacional en el marco de una monumental exposición que organiza la universidad china de Hangzhou.

La exposición, que combina lo literario y lo plástico, tiene como tema las navegaciones oceánicas y se estructura en cuatro módulos temáticos: Geografía Oceánica, Historias de Navegación, Equipos de Navegación y Tesoros del Océano.

 Se celebra para conmemorar el inicio de la navegación simbólica de los graduados que se embarcan al culminar sus estudios universitarios en sus propias navegaciones vitales.

Además de los veinticinco poemas seleccionados entre diversas literaturas del mundo, la exposición incluye un abundante material gráfico y se inaugura a finales de este mes de junio en esa ciudad china. 

Mis textos han sido traducidos al chino por la poeta Yin Xiaoyuan, fundadora en 2007 de la Escuela de Poesía Enciclopédica y miembro de la Asociación de Escritores de China, de la Asociación de Traductores de China y del Instituto de Poesía de China. 

Desde aquí le expreso en público mi agradecimiento por la selección y la traducción de mi poesía a esa lengua tan lejana.








06 junio 2025

El Caco de las Españas vistiose de colorado

 





AL DUQUE DE LERMA
 [EL CACO DE LAS ESPAÑAS]

El Caco de las Españas,
Mercurio, dios de ladrones,
y don Julián de traiciones,
se retiró a las montañas,
y en sus secretas entrañas
esconde inmensos tesoros,
no ganados de los moros
como bueno peleando,
mas rey y reino robando
con su legión de cachorros. 

Vistiose de colorado,
color de sangrienta muerte,
fin que le dará su suerte 
que así está pronosticado.
¡Ojalá fuera llegado! 
¡Ah, traiciones nunca oídas!

Esos versos, de unas décimas del Conde de Villamediana contra el Duque de Lerma, forman parte de la estupenda antología reunida en el volumen Poesía clandestina y de protesta política del Siglo de Oro, que acaba de publicar Cátedra Letras Hispánicas con edición de Ignacio Arellano. 

Como el corrupto que hoy nos desgobierna, también el corrupto Lerma se vistió de colorado. Él de cardenal; este de hoy, de socialista. Impostores ambos tras esos disfraces oportunistas, carentes de dignidad y de vergüenza, les unen, por encima de los siglos, la ambición y el medro, la corrupción y el latrocinio, la compra de voluntades y la usurpación del poder para su exclusivo servicio personal.

¡Ojalá fuera llegado!, como deseaba también Villamediana.



05 junio 2025

Actualidad de Valle

 







MAX: La tragedia nuestra no es tragedia.
DON LATINO: ¡Pues algo será!
MAX: El Esperpento.


(Valle-Inclán. Luces de bohemia. Escena XII)


04 junio 2025

José Manuel Ramón. Vanitas

 


03 junio 2025

Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel