08 mayo 2024

El chirrión de los políticos




Hace poco más de un siglo, entre enero y septiembre de 1923, Azorín fue publicando en el diario argentino La prensa una serie de artículos que integraría luego en los quince capítulos, precedidos de un prólogo y seguidos de un epílogo, de El chirrión de los políticos, que publicaría ese mismo año con el subtítulo Fantasía moral. 

Se trata de una sátira política, escrita desde el desengaño de quien como Azorín había intervenido en la política activa durante veinte años, desde 1901 en que fue uno de los firmantes con Baroja y Maeztu de un manifiesto regeneracionista. Fue diputado del partido conservador de Antonio Maura entre 1907 y 1919 y no pudo renovar mandato en 1920, por lo que quizá al desengaño se sume también una cierta dosis de despecho.

La edición con la que Drácena recupera este libro se abre con un prólogo -“Dicho y olvidado”- en el que Domingo Ródenas de Moya vincula el desengaño político de Azorín con el sistema corrupto de la Restauración, de apariencia democrática y esencia oligárquica, basado en un parlamentarismo clientelar al que pondría fin ese mismo año 1923 el pronunciamiento de Primo de Rivera.

Con la sombra tutelar de Quevedo al fondo, esta sátira contra la política tiene como marco y referente moral la figura de un político ejemplar, don Pascual, un intelectual tolerante del que un amigo del narrador dice en el prólogo que es “una antinomia viviente” que, ‘admirador de todas las cosas de la inteligencia, intelectual, intelectualizado, no es ni puede ser un político. Y esta es una antinomia profunda; este es su verdadero conflicto.”  Porque -añade luego- “un político intelectual se destruye a sí mismo. La inteligencia negará siempre en el político la obra práctica de este.”

No es difícil ver en ese personaje paradigmático un reflejo del propio Azorín, que proyecta en don Pascual la relación conflictiva entre acción política e inteligencia que él mismo podía haber experimentado.

Tras una parte central que es el núcleo de la sátira de la política de su tiempo (las elecciones, los consejos de ministros, la oposición, los candidatos, los viajes ministeriales a provincias, el Parlamento, la reforma constitucional).

Los tres capítulos del epílogo, que muestran a don Pascual en el despacho, en su piso y en su casa de campo, trazan el modelo del político ideal, al que se le atribuyen estas palabras, con las que un idealista Azorín manifiesta sus propias ideas: 

¿Para qué queremos el Poder? Si algún día viene a nuestras manos, lo aceptaremos, pero sin codicia, sin concupiscencia. Estamos gobernando hace años sin estar en el Poder. Creamos una llamita de civismo, de cultura, de independencia mental, que esparce sus resplandores en la noche de nuestra patria. Si alguna vez ocupamos el Poder, seremos sinceros y desinteresados. No romperemos abiertamente con la tradición, porque no se puede prescindir de las fuerzas hereditarias, seculares, de un pueblo; pero orientaremos nuestros actos, armónicamente, sin estrépito, hacia lo porvenir. Y si nunca podemos sentarnos en un sillón ministerial, ¿qué habremos perdido? Nuestra obra de difusión de la cultura, de avivamiento del amor a España, estará hecha.

Una sátira intemporal, porque, además de las corrupciones, de la ley del embudo y el clientelismo que comparten aquellos políticos con los actuales, ¿a quién no le resulta lamentablemente familiar y actual una respuesta como esta, del presidente del Consejo de ministros ante un asunto incómodo?:

-No estoy enterado de nada. Ignoro en absoluto el asunto de que ustedes me hablan. Procuraré enterarme. Ahora no puedo adelantar juicio.

Si no fuera porque esas frases son inverosímiles en los políticos que nos gobiernan hoy, que ignoran la sintaxis tanto como la vergüenza, parecería de ayer mismo. O de mañana.


07 mayo 2024

Las mejores entrevistas literarias de los 80


Como “un caracol nocturno en un rectángulo de agua” definía Lezama Lima la poesía en una de las entrevistas recogidas en el espléndido volumen Las voces de Quimera, una recopilación de todas las que aparecieron en esa revista entre 1980 y 1989. 

El volumen, publicado por Montesinos en una espléndida edición de Jofre Casanovas, se abre con una entrevista a modo de prólogo de Jofre Casanovas a Miguel Riera, fundador y editor de Quimera, cuyo primer número apareció en noviembre de 1980, con una tirada de 35.000 ejemplares mensuales, una cifra asombrosa que había ido reduciéndose hasta la mitad cuando la dejó a finales de los 90.

Desde aquel primer número hasta hoy mismo, Quimera ha sido una revista literaria de referencia en español, pero quizá aquella primera década es la que resume de un modo más brillante y significativo su papel en el panorama de la literatura, a través de sus reseñas, urgentes y efímeras, y sobre todo a través de unas entrevistas que reflejan el paisaje de la literatura española y universal de finales del siglo XX, en plena posmodernidad.

Rafael Alberti, Reinaldo Arenas, Bernardo Atxaga, Carmen Balcells, James Baldwin, Juan Benet, Thomas Bernhard, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Antonio Buero Vallejo, William Burroughs, Raymond Carver, Julio Cortázar, Ángel Crespo, Miguel Delibes, Luis Mateo Díez, José Donoso, Umberto Eco, Jaime Gil de Biedma, Pere Gimferrer, Luis Goytisolo, Juan Goytisolo, Eugène Ionesco, Roman Jakobson, Clara Janés, Milan Kundera, José Lezama Lima, Naguib Mahfouz, Javier Marías, Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Toni Morrison, Antonio Muñoz Molina, Cynthia Ozick, Leopoldo María Panero, Pier Paolo Pasolini, Cristina Peri Rossi, Soledad Puértolas, Manuel Puig, Francisco Rico, Carmen Riera, Augusto Roa Bastos, Alain Robbe-Grillet, Juan José Saer, José Saramago, Jaime Siles, Susan Sontag, Gonzalo Torrente Ballester, Mario Llosa, Manuel Vázquez Montalbán.

Ese es el listado completo de los autores que se expresan en las entrevistas contenidas en este amplio volumen. Novelistas como Atxaga, Muñoz Molina, Benet, Bioy, Kundera, Cortázar, Robbe-Grillet, Saramago, Vargas Llosa, Thomas Bernhard, Naguib Mahfouz, Torrente Ballester, Susan Sontag o Javier Marías; poetas como Alberti, Lezama Lima, Toni Morrison, Gil de Biedma, Jaime Siles o Gimferrer; teóricos de la literatura como Jakobson, Francisco Rico o Umberto Eco dejan en estas entrevistas sus ideas sobre la literatura y la vida.

El discurso contra el método de Francisco Rico; el arte nuevo de escribir novelas clásicas de Vargas Llosa; el desierto retórico de J. J. Saer; Thomas Bernhard, de una catástrofe a otra; Jaime Siles y la poesía como investigación lingüística; Torrente Ballester al que, alejadas las sombras, le llegaban por entonces los gozos; Vázquez Montalbán desde el balneario; Cortázar y el exorcismo de la escritura; Clara Janés entre existencialismo y esencialismo; Carver en su vida post-alcohólica; Buero Vallejo en su ardiente claridad; el diálogo entre Susan Sontag y Borges en la feria del libro de Buenos Aires; el adiós a Región de Juan Benet con Saúl ante Samuel; el tópico hecho añicos de Bernardo Atxaga; el regreso al origen de Juan Goytisolo; la poesía ensimismada de Pere Gimferrer; Gil de Biedma y el oficio de escribir;  la existencia como ejercicio de estilo en Ionesco; un Naguib Mahfouz contra las modas; la magia de lo que pudo ser en un Javier Marías que había terminado ya Todas las almas, aunque no la había publicado todavía; Marsé y su estrategia de olvidos y recuerdos.

Son los diversos reflejos de un panorama literario deslumbrante en el que, como señala Miguel Riera en la entrevista inicial, “además de la irrupción de la literatura latinoamericana se produjo el rescate de la gran literatura europea. Siempre ha habido grandes escritores, pero agrupar a tantos en un periodo tan breve, que coincidió con el retorno de la democracia, es difícil que vuelva a repetirse.”

Lo más peculiar de estas entrevistas, por extensa y por profunda, es el “Asedio a Lezama Lima” que firmaba Ciro Bianchi Ross. Se trata de la entrevista que se le hizo en 1970, cuando el excepcional poeta, novelista y ensayista cubano cumplía sesenta años. Hasta 1975, unos meses antes de su muerte, se fueron ampliando las preguntas y actualizando las respuestas de Lezama. La última terminaba con estas líneas:

Si algo he sabido hacer en la vida es aprovechar todas las posibilidades que se me han presentado. Por eso ahora en que la obesidad, el asma, la disnea, los años, me han reducido a esta suerte de inmovilidad, y en que -fuera de mi obra- no tengo otra cosa que hacer que seguir en la sala de mi casa esperando a la muerte, puedo hacer mía la frase de Flaubert que quisiera que fuera mi epitafio: «Todo perdido, nada perdido».





06 mayo 2024

El triunfo de estar vivo

 


EL BOSQUE

El bosque me contó la vieja historia.
Dijo que hubo otro tiempo en que los hombres 
se aventuraban entre su espesura
en busca del oráculo divino.
Pero nadie llegaba a ver el centro
de la selva, donde la pitonisa
resolvía las dudas de los fieles.
Porque no había centro, porque el bosque 
era y es un inmenso laberinto
sin principio ni fin, y porque el orden 
de las cosas excluye las respuestas.
Y es así como, ciegos e ignorantes, 
nos dirigimos hacia el precipicio
de la nada, perdidos en el bosque
de la traición, el odio y la mentira. 
Eso me dijo el bosque en un susurro, 
mientras yo iba camino de Damasco.

Es uno de los poemas más conocidos de Luis Alberto de Cuenca, que reúne en El triunfo de estar vivo un ciclo poético escrito entre 1996 y 2012 y formado por cuatro libros -Sin miedo ni esperanza, La vida en llamas, El reino blanco y Cuaderno de vacaciones- que publica Cátedra Letras Hispánicas con edición de Ricardo Virtanen, que destaca en su amplio estudio introductorio que  “en estos cuatro libros el crisol temático se regenera, repitiendo motivos y temas de antaño, y se reformulan novísimas concepciones. […] En nuestros cuatro libros, sobre todo en los dos últimos, se recuperan motivos y temas antiguos, al tiempo que transita en el poema una nueva espiral que ensancha la concepción temática bajo el halo de su poesía posmoderna.” Y añade que “una de las características básicas de la poesía de Luis Alberto de Cuenca es su gran perfección formal, extensiva a su clasicismo reformado y posmoderno de su segunda etapa en adelante, cuando se propugna un poema de estructuras cerradas. Nada en sus poemas parece estar realizado al azar.”

El texto que reproducíamos al principio, ‘El bosque’, es uno de los poemas iniciales de Sin miedo ni esperanza, que, según las propias palabras del autor, “traslada al papel el hallazgo, siempre asombroso y electrizante, de un nuevo amor.” Esa circunstancia biográfica explica el cambio de tonalidad que se aprecia en este libro, afincado en una luminosidad de la que carecían los poemas sombríos del anterior Por fuertes y fronteras. Una luminosidad presente desde su primer poema, ‘Gormenghast’: “Tu cuerpo, princesa, es un oasis en el desierto helado del silencio.”

Sin miedo ni esperanza se cierra con ‘Imágenes’, un poema con el que Luis Alberto de Cuenca reivindica el carácter figurativo de su poesía:

Imágenes, imágenes, imágenes.
Idílicas, obscenas, horrorosas.
Más veloces que el viento, más heroicas 
que una canción de gesta, más estúpidas 
que el dolor, la piedad y la traición, 
más lentas que la espina que atraviesa 
el corazón del pájaro, más locas 
que el amor, más sutiles que el deseo.
Conmigo vais y moriréis conmigo.

El libro siguiente, La vida en llamas, contiene poemas escritos entre 1996 y 2005, coetáneos de los de Sin miedo ni esperanza, lo que explica la homogeneidad temática, tonal y estilística de ambas obras.

Lo abre otra declaración poética, ‘Línea clara’:

Dicen que hablamos claro, y que la poesía
no es comunicación, sino conocimiento,
y que sólo conoce quien renuncia a este mundo
y a sus pompas y obras -la amistad, la ternura,
la decepción, el fraude, la alegría, el coraje,
el humor y la fe, la lealtad, la envidia,
la esperanza, el amor, todo lo que no sea
intelectual, abstruso, místico, filosófico
y, desde luego, mínimo, silencioso y profundo-.
Dicen que hablamos claro, y que nos repetimos
de lo claro que hablamos, y que la gente entiende
nuestros versos, incluso la gente que gobierna,
lo que trae consigo que tengamos acceso
al poder y a sus premios y condecoraciones,
ejerciendo un servil e injusto monopolio.
Dicen, y menudean sus fieras embestidas.

Defiéndenos, Tintín, que nos atacan.

Tanto en la reunión de voces e imágenes, de literatura y cine de La vida en llamas como en las líneas de fuerza divergentes (Homero y Superman) integradas en El reino blanco, su siguiente libro, conviven en un difícil y fugaz equilibrio la alegría y el desengaño, la melancolía y el humor, lo festivo y lo amargo en un característico cruce de opuestos que recorre gran parte de la obra de Luis Alberto de Cuenca, que defendería esa integración en la ‘Canción de opósitos’ del Cuaderno de vacaciones:

¿Norte o sur? ¿Aventura o biblioteca?
¿Rencor o amor? ¿Coraje o cobardía?
¿Dios o Diablo? Piénsalo y decídete
cuanto antes. La vida va trazando
signos confusos dentro de tu cuerpo,
y se han fundido viejas conexiones
que se consideraban infalibles.
Piénsalo bien. El mundo da sus vueltas
cada vez más deprisa. No hay quien siga 
su ritmo. No hay quien pueda sustraerle
un solo instante para decir alto
y claro, sin la más mínima duda,
mirándote al espejo, estas palabras:
«Norte y sur, aventura y biblioteca,
rencor y amor, coraje y cobardía,
Dios y Diablo, todo al mismo tiempo».

Desde El reino blanco hay un oscurecimiento en la poesía de Luis Alberto de Cuenca que afecta más a la mirada existencial que a la concepción estilística del poema, como se refleja en este ‘Elogio de la poesía’:

La vida es prosa más o menos aburrida, 
pero no siempre ha sido tan tediosa y prosaica.
En el alba imprecisa de nuestro origen hubo, 
primero, una voz recia que evocaba las gestas 
del caudillo del clan; luego, otra voz más íntima  
y dulce que, al compás de la lira, cantaba  
el amor, subrayando su plenitud, o el odio 
que inspira la traición, o el cruel desengaño.
Y esas voces traían a la vida promesas 
de olvido y deshacían los hielos del invierno 
al ritmo del bastón de mando del chamán 
en los fuegos de campamento de la tribu.
Y esas voces fundaban un jardín de palabras 
hermosas en el centro del desierto silente 
del mundo, una floresta de color y belleza
que, como un cáncer, iba destruyendo, implacable,  
el bosque sin memoria de nuestra soledad,  
haciéndonos mejores, más libres y más sabios.

El último libro de la recopilación, Cuaderno de vacaciones, muestra en su fecunda madurez a un poeta que, tras perfilar una voz poética inconfundible, ha ido afinando y depurando su tono, ha matizado su mirada y ha ido dejando algunas máscaras impostadas hasta encontrar su tonalidad más auténtica y cercana en los poemas de este libro.

La angustia y el desengaño son los motores de una búsqueda interior, de un itinerario ascético de depuración espiritual y estilística en el que la poesía es una forma de encontrar anclajes vitales y de integrar fructíferamente literatura y experiencia en un brindis vitalista que funde pasado, presente y futuro, melancolía y optimismo, humor y seriedad y una ironía que emerge en muchos de sus poemas. 

El intenso ‘Caverna perpetua', escrito desde la cueva platónica de las ideas y las imágenes, resume el tono poético y la temperatura humana del libro:

Como todos los hombres, vine al mundo 
a recordar, porque el conocimiento
es tan sólo memoria, remembranza, 
reminiscencia de otra realidad
mejor, más prestigiosa y más estable, 
de la que un día fuimos desterrados. 
La vida es perseguir inútilmente
la fuente primordial, donde confluyen 
todos los hilos de agua del recuerdo, 
rozar casi sus gárgolas y hundirse
en el suplicio de una sed eterna.
Tú, madre mía, soledad, aún puedes 
salvarme de este olvido que amenaza 
con sembrar de silencio las llanuras 
sonoras de mi alma. Novia mía, 
hermana soledad, dime qué hubo,
o si hubo algo, digno de memoria 
fuera de la caverna en la que vivo.

Uno de los poemas de Cuaderno de vacaciones, ‘Apología de los clásicos’, se reafirma en la línea de claridad expresiva que podría resumir la fecunda trayectoria poética de Luis Alberto de Cuenca. Termina con estos cuatro versos:

Los clásicos ayudan a vivir, 
y a morir, y a olvidar nuestras miserias, 
y a no perdernos por el laberinto 
sin Teseo ni Ariadna que es el mundo.



05 mayo 2024

Miguel Artola. Los afrancesados


 

04 mayo 2024

La tradición de la brevedad en castellano

 


La tradición de la brevedad en castellano (siglos XX y XXI) es el subtítulo del volumen Paso ligero, que publica La Isla de Siltolá en su colección Levante, con edición, selección y prólogo de José Luis Morante.

Sus cuatrocientas páginas se reparten equilibradamente entre un amplio estudio introductorio y una completa antología de aforismos desde Unamuno hasta Erika Martínez.

En su estudio introductorio, que se remonta a los orígenes más remotos del género y a la epifanía de lo breve en las colecciones bajomedievales de refranes y consejas, en los apotegmas y máximas renacentistas o en la concentración conceptista del Oráculo manual de Gracián, José Luis Morante señala que “en la argumentación textual, existir es pensar, prodigar afirmaciones y dudas; y así lo manifiesta la mecánica intelectiva del aforismo como estética de lo discontinuo.”

Y frente a esa “estética de lo discontinuo”, la vigencia del aforismo -señala Morante- “discurre continua, aunque desigual, con periodos de salud precaria. En ellos la escritura breve tuvo un rol secundario y tangencial ante el vitalismo de la poesía, el ensayo, el cuento o la novela. Sin embargo, en el crepúsculo del siglo XX y el inicio del siglo XXI la modalidad expresiva prodiga una crecida aluvial.”

Tras un repaso por otras antologías y tratados sobre el género aforístico y sobre sus diversas denominaciones y variantes (de los microlitos de Celan a los pecios de Ferlosio, de las nótulas de Cristóbal Serra a los aerolitos de Ory o a los sofismas de Vicente Núñez) la introducción ofrece un recorrido histórico por más de un siglo desde la Edad de Plata hasta la actualidad: desde Unamuno a Bergamín, de Juan Ramón a Juan Gil-Albert, de Machado a Gómez de la Serna, de Max Aub a Pérez Estrada, de Cirlot a Vicente Núñez y de León Molina a Javier Sánchez Menéndez.

Éstos son algunos de los aforismos de la antología: 

Piensa el sentimiento, siente el pensamiento. Lo pensado es lo sentido. (Unamuno)

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
Agamenón. Conforme.
El porquero. No me convence. (Machado)

Todo es siempre menos. (Juan Ramón Jiménez)

El buen escritor no sabe nunca se sabe escribir. (Gómez de la Serna)

Todos estamos solos, porque en algunos esa soledad se hace más patente y más patética; eso es todo. (Juan Gil-Albert)

El arte, ¿verdad o mentira? ¿Importa? NO. Si es arte, es verdad. (Max Aub)

El ciego no tiene noción de la oscuridad; tampoco el ignorante la tiene de su inocencia. (Cristóbal Serra)

Un poema es la autobiografía del sueño. (Ory) 

La lluvia sobre el mar es asonante. (Pérez Estrada)

El mar es un monólogo interior. (Erika Martínez)

“En los remozados recorridos del aforismo -concluye José Luis Morante en el texto final- es constatable una estética abierta en su expresión, desnuda y activa, siempre implicada desde tonos distintos en búsquedas de conocimiento, reflexión y belleza. Más allá de contingencias y gustos circunstanciales, la economía verbal ha encontrado por fin, en su despliegue, reconocimiento mayoritario y activa presencia intelectual. Define esa dimensión del pensamiento donde menos es más.”


03 mayo 2024

Postal. Acuarela en Espacio Segundo





Muy honrado por el retrato postal de la galería valenciana Espacio Segundo, que acompaña la acuarela de unas generosas palabras y un poema -‘Sombra furtiva’- de El viento sobre el agua. Muchas gracias, admirada artista, querida amiga.

02 mayo 2024

Laberinto de Fortuna




 Al muy prepotente       don Juan el segundo,
aquel con quien Júpiter     tuvo tal celo
que tanta de parte        le fizo del mundo
quanta a sí mesmo       se fizo del cielo,
al gran rey de España,    al César novelo
al que con Fortuna          es bien fortunado,
aquel en quien caben      virtud e reinado;
a él, la rodilla         fincada por suelo.

Tus casos falaces,       Fortuna, cantamos, 
estados de gentes        que giras e trocas,
tus grandes discordias,       tus firmezas pocas,
y los que en tu rueda         quejosos fallamos. 
Fasta que al tiempo          de agora vengamos
de fechos pasados         cobdicia mi pluma
e de los presentes          fazer breve suma.
Dé fin Apolo,          pues nos comenzamos.

La Suprascripción y el argumento contra Fortuna son las dos estrofas iniciales de las 297 coplas de ocho versos que componen el Laberinto de Fortuna, el largo y brillante poema narrativo y alegórico de Juan de Mena (1411-1456), con el que culmina el cultismo poético prerrenacentista en Castilla. Un cultismo poético prerrenacentista que se expresa con la solemnidad inimitable de las coplas de arte mayor castellano y con la potencia rítmica del dodecasílabo equilibrado en dos hemistiquios regulares, separados por una cesura muy marcada. 

Ese arte mayor castellano llega a su cima con Juan de Mena, el mayor poeta del siglo XV, y con su Laberinto de Fortuna, una de las obras mayores de la literatura medieval castellana, del que acaba de aparecer en Cátedra Letras Hispánicas una edición crítica de Luis Gómez Canseco con una relativa modernización del texto, porque -explica- “he pretendido eliminar tantas barreras lingüísticas y gráficas como me ha sido razonablemente posible para franquear el paso a los lectores del siglo XXI; eso sí, sin alterar la fonología y la morfología de la lengua usada por Juan de Mena y sin renunciar a su característica inestabilidad.”

Es una espléndida edición minuciosamente anotada que se abre con un extenso estudio introductorio sobre la vida y la obra de Juan de Mena, a quien “le llegó la gloria en vida junto con beneficios y caudales que le permitieron gozar de una existencia holgada. Porque la fama póstuma está muy bien, pero no se saborea de igual manera. Esa fama de poeta letrado se construyó con una piedra angular de gran calibre: nada más y nada menos que el Laberinto de Fortuna.

Esa introducción se completa con una amplia bibliografía y con una orientadora guía para leer el Laberinto de Fortuna según una propuesta que articula el poema en doce secciones.

El eje argumental del poema es el viaje del poeta en el carro de Belona, la diosa que lo rapta y lo lleva a la casa de la Fortuna. Guiado por la Providencia, personificada en una hermosa muchacha que desciende de una nube, el poeta contempla la geografía del mundo y sus diversas partes. 

La Providencia le muestra a continuación las tres ruedas de la Fortuna: dos inmóviles, las del pasado y del futuro, y una móvil, que representa el tiempo presente. Cada una de esas tres ruedas contiene siete círculos concéntricos (Diana, Mercurio, Venus, Febo, Marte, Júpiter y Saturno) que responden a la concepción geocéntrica que tenía Ptolomeo del universo. 

Habitados por personajes famosos de la antigüedad o cercanos al tiempo de Mena, cada uno de los círculos se relaciona además con virtudes como la castidad, el buen amor, la prudencia, la fortaleza y la justicia, o con vicios como la avaricia, la codicia o la traición.

Cierra el poema una conclusión en la que al amanecer la Providencia, antes de desvanecerse, hace una profecía esperanzadora sobre el reinado de Juan II, al que el poeta insta en la estrofa final a cumplir lo profetizado:

Fazed verdadera      la grand Providencia,
mi guïadora       en aqueste camino,
la cual vos ministra          por mando divino
fuerza, coraje,          valor e prudencia,
por que la vuestra         real excelencia 
haya de moros         pujante victoria,
e de los vuestros       ansí dulce gloria
que todos vos fagan,       señor, reverencia.

Influido por la Divina Comedia, junto con la tradición de los Somnia proféticos y visionarios herederos del ciceroniano Sueño de Escipión y muy marcado por la influencia de Virgilio y Lucano, Mena escribe el Laberinto de Fortuna con un doble propósito: con una evidente voluntad de reforma moral en medio del caótico laberinto que eran la sociedad y la política en la época de Juan II, al que dedica la obra.

Pero con ese poema Mena aspiraba también a crear un lenguaje poético elevado, alejado del nivel conversacional, y a situarlo a la altura literaria del latín en aquella España que ya empezaba a definirse a través de una literatura que alcanzaría su identidad nacional en el Siglo de Oro.
 
Por cierto, el Laberinto  de Fortuna, conocido también con generosa imprecisión como Las Trescientas, fue el único poema medieval castellano admirado y comentado por los humanistas del Renacimiento, que vieron en él la altura de una obra clásica, merecedora de ediciones comentadas como las que hicieron Hernán Núñez de Toledo en 1499 y El Brocense en 1582. 

Y su huella sigue presente en la literatura del siglo XX de una manera peculiar: Caballero Bonald reutilizó el título en 1984 para homenajear a Juan de Mena y a su voluntad de crear ese alto lenguaje poético alejado del habla de la calle. Así lo justificaba: “Nada parece impedirme ahora que, a un desnivel de quinientos años, rememore y agradezca todo ese ejemplar esfuerzo de dignificación creadora. Por eso -y por algún motivo más extravagante- titulo este libro como Juan de Mena el suyo”. Y por aquellos mismos años ochenta el narrador Medardo Fraile tituló también Laberinto de Fortuna su única novela.

En uno de sus episodios más memorables, perteneciente al extenso círculo guerrero de Marte, se evoca la muerte del conde de Niebla en el intento fracasado de asalto a Gibraltar. Un asalto marítimo que el conde lleva a cabo tras desechar los malos augurios con un valor tan personal que parece anticipar la actitud humanista frente a la superstición medieval:

Desplega las velas,     pues, ya. ¿Qué tardamos?
E los de los bancos      levanten los remos,
a vueltas del viento       mejor que perdemos;
Non los agüeros,           los fechos sigamos,
pues una empresa        tan santa levamos
que más non podría      ser otra ninguna;
presuma de vos             e de mí la Fortuna
non que nos fuerza,      mas que la forzamos.


01 mayo 2024

Chantal Maillard. Decir los márgenes


 

30 abril 2024

Verónica Aranda. La rosa contra el lino


 

29 abril 2024

Wilkie Collins. Amor ciego


 

28 abril 2024

La limosna de los días





“Sólo hay un poeta, dice Rilke, / sólo uno es el Poema”, escribe Gregorio Dávila de Tena en el texto inicial de La limosna de los días, con el que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Ciudad de Córdoba Ricardo Molina.

Organizado en tres partes -‘Humus de otoño’, ‘La ternura de la nieve’ y ‘Con letra minúscula’-, este es un libro de gracias escrito desde la humildad y la cercanía para dialogar con la tradición de la palabra contemplativa, con la sutileza verbal de una poesía de la mirada y la memoria.

Porque ese, el de la mirada sutil hacia el mundo y el de la memoria estremecida por la emoción, es el doble idioma en el que hablan estos poemas, que surgen de un territorio intermedio entre lo hímnico y lo elegíaco, desde el presente de la contemplación y el pasado de la evocación; porque 

Todo está aquí 
dentro del ámbito del cuerpo 
esta vida que bulle en el fondo del pozo 
             como una llamita del sol 
encendido por tus ancestros 
pasando de un pabilo a otro 
            -tal vez sea una llama eterna- 
un diapasón de energía en el vientre 
una luciérnaga sobre el río.

‘Humus de otoño’ se titula significativamente la primera de las tres partes del libro. Y es que estos textos se nutren del humus de la tradición literaria y del recuerdo, de un otoño de espera silenciosa y trabajo en las raíces de la palabra, asumida y transformada, de otras voces y otros mundos poéticos: de los caminos de Machado y la limosna de los días de Borges, que da título al libro, de la madre  propia y de la de Vallejo, del eco de Unamuno y el frío de Gamoneda, de la nieve de Llamazares y el arca de los dones de la Biblia, del no saber de San Juan de la Cruz y de las tardes de septiembre, del río de Heráclito y de la mente invernal de Wallace Stevens, de la niebla de Cernuda y de la infancia, ese pasado presente en muchos poemas del libro:

Tu infancia fue de granito y alberca
              -agua y piedra, como siempre en la historia-.
Tu madre Petra (de piedra) y tu padre Manuel (dios con nosotros). 
Este niño con sed de mañanas, 
con hambre de jilgueros y caricias 
que teme el hurto de todo lo que roza.


27 abril 2024

Una lección de calma



 La vinculación entre poesía y filosofía se remonta a hace más de veinticinco siglos con Parménides, autor de una única obra, un poema filosófico -Sobre la naturaleza- del que se conservan fragmentos en los que reflexiona por primera vez sobre la relación entre el ser y el pensamiento.

Esa vinculación estrecha entre la creación poética y el pensamiento filosófico se prolonga, a través de Goethe y el romanticismo de Novalis,  Hölderlin y Schiller, poetas y filósofos, hasta la época contemporánea en la razón poética de María Zambrano, que abordó esa relación en su imprescindible Filosofía y poesía, o en la razón estética de Chantal Maillard, poeta y ensayista.

Y esos dos nombres son referentes esenciales en la escritura y en el pensamiento de Teresa Langle de Paz, que llegó a la poesía desde la filosofía para escribir dos libros (El vuelo de la tortuga y Oda a la mota que quiso ser aire) desde los que ahora regresa al ensayo con Un instante de verdad, que publica Ático de los libros, donde por cierto evoca el poema de Parménides, uno de los pilares del pensamiento occidental, a propósito de que “la luz y la oscuridad son la esencia de todo.”

Como “un paseo filosófico por la poesía o un paseo poético por la filosofía” define ella misma este sugerente viaje por interiores y exteriores que organiza en dos partes de títulos significativos: ‘Viaje interior. La experiencia pura’ y ‘Visitar la noche del mundo. La palabra exacta’.

Abren el volumen unas palabras preliminares de Doris Sommer, profesora de la Universidad de Harvard, en las que dice de Teresa Langle que “su deseo de encontrar nuevas vías paradigmáticas e instrumentos conceptuales que le permitan explorar algunos resquicios de nuestro mundo, en donde se alberguen atisbos de esperanza para construir y unir, tiene como resultado un ensayo valiente y original con espíritu innovador.”

“Mi propósito -explica la autora en la introducción- es abordar una explicación de la instantaneidad del mundo que nos ayude a indagar en la búsqueda de la verdad, quizá la más antigua búsqueda del ser humano; pero de una verdad que esté al alcance de nuestras manos y de nuestra vista, y que nos ayude a construir un mundo más unido y equitativo. El lenguaje, como instrumento de pensamiento con el que articular esta búsqueda, requiere también una exploración de nuevos territorios simbólicos y metafóricos, un acercamiento a lo que llamaré la palabra exacta.”

Esa búsqueda de la exactitud estaba precisamente en la raíz estética y en el impulso poético de su Oda a la mota que quiso ser aire, lo que confirma de nuevo la relación coherente de filosofía y poesía, de pensamiento y creación en el conjunto de la obra de Teresa Langle, que antepone a su ensayo una propuesta de once máximas que resumen las líneas vertebrales de su desarrollo:

1. La posibilidad de hallar la verdad está en la percepción.
2. Para hallar la verdad hay que dejar que el mundo se nos revele. 
3. El mundo se revela en la instantaneidad si dejamos que nos asalte. 
4. La singularidad del instante revelado es el hogar del saber.
5. El saber nos eleva por encima de la individualidad.
6. El vuelo del saber nos conduce a un encuentro único y singular. 
7. De ese encuentro nace el lenguaje y la metáfora.
8. La palabra originaria es entonces comprendida.
9. Se vislumbra el camino hacia el conocimiento verdadero.
10. Volvemos al mundo con la confianza de haber conocido la verdad. 
11. La verdad nos une. Es hora de actuar.

Instante y verdad: esas son las dos palabras claves de este ensayo que indaga hondamente en la verdad de la pura experiencia vital inabarcable, en la libertad de lo instantáneo, “incontenible e inevitable”, y en el pragmatismo del instante aparentemente trivial, porque -afirma Teresa Langle- “si no podemos disciplinar la realidad, ni tan siquiera la comprensión de la realidad, ¿no sería más práctico encontrar formas de entender, de explicar, de aceptar y de actuar que tuviesen realmente en cuenta la naturaleza entrópica de la existencia en general, y de las experiencias humanas en particular?”

Y con ese afán de entender, de explicar, de aceptar y de actuar se desarrolla este ensayo, sostenido en una mirada incisiva que se proyecta en la naturaleza como profundidad necesaria, en la intuición de lo invisible y de lo minúsculo, en el instante huidizo que contiene lo infinito y en el reconocimiento de la extrañeza del mundo para que “nada pase inadvertido”. Se trata de “dejar la conciencia en suspenso para que las cosas nos asalten y nos afecten. Que  el intelecto se aparte y deje paso, verdaderamente, a lo que estamos viendo, oyendo, sintiendo. Ese es el momento propicio para el encuentro. Eso es el encuentro.”

Y en ese encuentro Teresa Langle enlaza ahora desde la teoría filosófica con lo que fue su práctica poética en la espléndida Oda a la mota que quiso ser aire y defiende en estas páginas que “hay que prestar más atención a lo diminuto y a lo sutil, a todo lo que también es mundo aunque no se vea” para de esa manera “explorar la percepción del instante con la intuición para adentrarse en la riqueza semántica de la incertidumbre. Esta es una vía para saber.” Porque la incertidumbre y el desorden son consustanciales a la vida y desde ahí “se debe aprender a pensar el instante para descubrir su verdad transformadora en lo personal y en lo social.”

Inevitablemente, cualquier reflexión de calado sobre el saber y el conocimiento implica también una reflexión sobre el lenguaje, que “tiene profundas raíces en la cultura, en las vivencias, en la piel.”  Esa reflexión se aborda en la segunda parte del ensayo, donde se defiende que “el lenguaje metafórico se acerca temerosamente a la pulsión de vida que se halla en los instantes y sabe decir algo de ella. De algún modo, las experiencias particulares del mundo son el lenguaje en su estado originario, con todos sus matices aún por manifestarse.”

Y esa experiencia del mundo, como el lenguaje que la expresa, se alimentan de intuiciones y de sensaciones, de lo imperceptible y del silencio contemplativo, porque “el instante es sensorial, la verdad es instantánea; y su esencia, misteriosa y efímera.”

Como la de la poesía, cabría añadir. 

La admirable relación expresiva que establece Teresa Langle entre filosofía y poesía a través de la tensión entre palabra y pensamiento queda resumida en expresiones tan cargadas de sentido como “Pensar el aire no es suficiente” o en este párrafo, uno de los momentos más hondos y más intensos de este ensayo:

Hemos venido a visitar la noche del cosmos y nos hemos encontrado el día de nuestro mundo. Hemos venido a transitar el día y nos recibió la noche de todas las noches. Nuestra conciencia nos empuja a conocer, nos coloca como observadores de otras vidas. Mas no podemos observar las vidas de los demás como quien contempla un objeto externo para analizarlo. Llegar a la noche inventada por la piel y sus sonrisas es una oportunidad para imaginar lo que el sol quiere mostrarnos. Somos intrusas e intrusos en la entrañas de un cielo y un suelo que no nos contemplan.

“La tarea que tenemos por delante no es explicar definitivamente el mundo, sino comprender al menos cómo hacer que los lugares más habitables se extiendan y quepan en ellos más personas y más seres”, escribe Teresa Langle en este libro subtitulado Un ensayo sobre el sosiego, una luminosa y enriquecedora lección de calma que se cierra con un escueto y significativo ‘Epílogo’:
 
Adiós.¡No corráis!


26 abril 2024

Guía de lugares imaginarios

 



Ruinas Circulares, Tierra de las.
Lugar que no figura en los mapas, situado tal vez en la desembocadura de un río que va a dar al extremo sur del mar Caspio, allí donde el idioma zend no está contaminado de griego. Lo más interesante de este lugar es un recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra. Ese redondel es un templo. Allí un hombre puede soñar a otro hombre e imponerlo a la realidad.
La única prueba de su irrealidad es que es capaz de hollar el fuego y de no quemarse. Soñar a un hombre entero lleva más de un año. El pelo innumerable es tal vez la tarea más difícil. Los hombres soñados son instruidos en los ritos del dios del fuego y enviados a otros templos despedazados cuyas pirámides persisten aguas abajo; otros viven como hombres normales sin percatarse de su propia existencia. El viajero deseoso de confirmar que nadie lo está soñando puede pasar por la prueba del fuego, una ceremonia frecuente en estas regiones.

Esa entrada, inspirada en el relato de Borges Las ruinas circulares, de El jardín de senderos que se bifurcan, es una de los cientos que contiene la Guía de lugares imaginarios de Alberto Manguel y Gianni Guadalupi, cuya edición abreviada publica Alianza editorial en el Libro de bolsillo con traducciones de Ana María Becciú, Borja García Bercero y Javier Setó.

Desde la Abadía de El nombre de la rosa (“De todos los tesoros que albergaba la biblioteca, el más importante era el tratado sobre la comedia, de Aristóteles, que se creyó perdido durante muchísimo tiempo”) hasta Zuy, “próspero reino élfico situado en los Países Bajos”, Manguel y Guadalupi reúnen en la Guía de lugares imaginarios una geografía de los reinos de la imaginación, una cartografía fantástica de los territorios de la literatura en un libro inclasificable que tiene mucho de diccionario y algo de atlas, con un centenar de mapas y planos de James Cook que reproducen gráficamente esos territorios imaginarios y con abundantes ilustraciones de Graham Greenfield.

Manguel y Guadalupi celebran así una fiesta de la imaginación a través de sus centenares de entradas que dan acceso al universo de la ficción antigua, clásica y contemporánea: de la homérica isla Ogigia a la Ohonoo de Melville, de la Ersilia de Italo Calvino al Castillo Blanco de Sir Thomas Malory, de los vastos desiertos de Mordor en la Tierra Media de Tolkien a la Atlántida platónica, de la Isla de Próspero que fundó Shakespeare a la cervantina Ínsula Barataria.

Son algunos de los cientos de topónimos de la fantasía, de las muchas puertas abiertas a una geografía ficticia, a una topografía del universo de lo imaginado y a la descripción de paisajes, montañas, bosques y ciudades, clima y costumbres, flora y fauna, forma de gobierno y comunicaciones o gastronomía.

Entre la mitología y la literatura, estos abundantísimos lugares inventados son manifestaciones de la imaginación que ha generado lugares de quimera y espacios de utopía. Una geografía que ha ido construyendo la inventiva de los hombres con leyendas milenarias o con creaciones modernas que se han instalado en el imaginario occidental.  

Estos son unos fragmentos de la entrada dedicada a la Isla del Tesoro: 

Isla situada frente a las costas de México; tiene unos quince kilómetros de largo por ocho de ancho. En la costa sur hay un puerto natural, conocido como el fondeadero del capitán Kidd. 
[…]
Los únicos edificios de la isla son una empalizada y una cabaña oculta en los bosques próximos al fondeadero sur. Construida sobre una loma, al lado de un manantial, la cabaña puede albergar casi cuarenta personas.
El primer mapa de la isla lo levantó en 1754 el capitán Flint, que escondió en ella su famoso tesoro.



Rematada con un enciclopédico índice por autores, la Guía de lugares imaginarios es una invitación a explorar o redescubrir los inagotables lugares de la imaginación, porque -escribe Mangel- “la geografía de la imaginación es infinitamente más vasta que la del mundo material. Por banal que suene esa afirmación, nos permitió experimentar la inmensa generosidad que implicaba nuestra tarea: dar entidad a paisajes y criaturas que no pueden reclamar su presencia en el mundo de los volúmenes y los pesos. Como los angélicos habitantes cuyas jerarquías debatieron nuestros antepasados, como el unicornio y la mantícora, como el indescriptible éter y el misterioso flogisto, como los conceptos de democracia perfecta y buena voluntad para todos los hombres, los lugares imaginarios no necesitan ser reales para existir en nuestra conciencia. Utopía, el País de las Maravillas, la Atlántida y El Dorado están siempre presentes, aunque su ubicación no se consigne en ninguna cartografía oficial.”

Seguramente no es una casualidad que muchos de estos lugares imaginarios sean islas (como la de San Brandán, la de El Señor de las moscas, la de Utopía, la de Arena Verde, la de las Sirenas, la de Dioniso, la de la Ciudad del Sol que imaginó Tommaso Campanella en el XVII, la del Snark o la de los Sueños) o castillos como el de Kafka, el de Drácula, el de Otranto o el que Verne inmortalizó en los Cárpatos. 

Porque las islas y los castillos son no sólo los lugares propicios de la literatura y de la imaginación, sino también la mejor metáfora del lector. Isla y castillo a la vez, como el palacio del rey Arturo o la vieja ciudad de Arkham, el cementerio imaginario de Spoon River que nos legó Lee Master participa de las características propias de esos dos ámbitos. De ese lugar y de sus habitantes dice la Guía:

Aldea de Nueva Inglaterra, en los Estados Unidos, célebre por su cementerio. Las leyendas grabadas en sus lápidas relatan las vidas de los que allí yacen.
Leyendo estos epitafios, el viajero puede enterarse de toda la historia de Benjamin Pantier, un abogado a quien ataron el alma con un dogal del cual tiraron hasta que murió; de Henry Chase, el borracho del pueblo; de A. D. Blood, que mandó cerrar todos los cafés; y también de Roscoe Purkapike que se fugó de su hogar, al que regresó al cabo de un año contando a su esposa, que era puritana, que lo habían raptado los piratas del lago Michigan y que no había podido escribirle porque los bucaneros le habían puesto grilletes. (Su esposa fingió tragarse la increíble historia y lo recibió con los brazos abiertos.)
[…]
Hay que advertir que los muertos no siempre están de acuerdo con lo que se pone en las lápidas ajenas y que, cuando esto ocurre, protestan desde su tumba; entonces discuten y alborotan hasta que, finalmente, se calman, cuando menos hasta el siguiente altercado.

Esta es la entrada dedicada a la Isla de Crusoe o Speranza, a veces llamada Isla de la Desesperación:

Isla situada a unas veinte leguas de la costa de Sudamérica y no a mitad de camino entre la isla de Juan Fernández y la costa de Chile, como así han sugerido geógrafos franceses. El interior de la isla es montañoso, con valles fértiles. Hay playas y calas muy hermosas, y la desembocadura de un riachuelo proporciona un cómodo puerto al noreste. La isla se hizo célebre a comienzos del siglo XVIII gracias a las crónicas de un tal Robinson Crusoe, de York, que naufragó en ella el 30 de septiembre de 1659. Pueden visitarse los restos de los tres campamentos que levantó Crusoe: uno en la desembocadura del río, otro junto a una ladera rocosa, en dirección noroeste, desde donde se ve bien esa parte de la isla, y un tercero en un valle que hay en el interior. En el sur de la isla se halla la playa de Viernes, donde por primera vez Crusoe vio una pisada en la arena, y algo más al este un poste que Crusoe clavó para señalar el camino. Otro poste de madera que usó como calendario, y que lleva grabadas estas palabras: «Aquí llegué a tierra el día 30 de septiembre de 1659», todavía se puede ver cerca de lo que fue su primer campamento. En la playa de Viernes aún se pueden hallar huesos humanos, restos de un festín de los caníbales.







25 abril 2024

A Rilke, variaciones


 Andabas sin apropiarte 
de nada 
y aunado 
a fuerza de omitirte 
como los pobres.

Es uno de las cuarenta y tres poemas que Rafael Cadenas reúne en su último libro, A Rilke, variaciones, que publica Galaxia Gutenberg en su colección de poesía en formato de bolsillo, con edición de Jordi Doce, que en su prólogo -“Sabia desnudez”- destaca que “pocas veces en nuestro idioma la palabra se presenta tan desnuda, tan inerme y vulnerable.”

Organizados en tres secciones, sus textos breves e intensos surgen de un diálogo profundo con Rilke, de una intensa hermandad con el despojamiento espiritual y verbal de su mundo humano y su universo poético:

Cuánto descampado 
por unas palabras.

Desde la comunión poética con Rilke, estas variaciones son un viaje al centro de su escritura y de su sentido ético y estético:

Tu poesía nos alecciona 
para dar con un ver desnudo 
que nos devuelve lo que es.

Esta es la variación final, que culmina un homenaje agradecido al ejemplo permanente de sosiego y desasimiento, a la lección de asentimiento y silencio que ofrece su vida y su obra:

Tu obra: un leve llevar de la mano 
a donde ser sin más y vivir se conciertan.

24 abril 2024

Aforismos de Gregorio Luri




La historia de la humanidad es la de la expansión de lo posible a expensas del sentido de la realidad.

La muerte es el triunfo definitivo de lo real sobre lo posible. Pero ya no estamos allí para rubricarlo.

Son dos de los aforismos que Gregorio Luri incluye en Una triste búsqueda de alegría, que publica La Isla de Siltolá.

No se trata de meros chispazos ocurrentes ni de gaseosos relámpagos verbales, sino de reflexiones sistemáticas bajo las que subyace el sistema coherente de pensamiento crítico de Luri, del que ha dado muestras en La imaginación conservadora (Ariel, 2019) o en los artículos reunidos en La mermelada sentimental (Encuentro, 2021).

Cercanos a la solidez intelectual de los aforismos del colombiano Gómez Dávila y a los juegos verbales y conceptuales de Bergamín, estos textos breves revelan la presencia de un autor consciente de que “la trivialidad es el principal enemigo del pensamiento inteligente. El problema es que hace falta inteligencia para reconocer la trivialidad.”

Y así la historia y la filosofía, la política y la literatura, la vida y el sentido común, el poder y la superficialidad del presente son los objetos de reflexiones como estas:

La corrección política nos está llenando el mundo de plañideras, siempre dispuestas a ser las más lloronas de los funerales.

El error es una fe de vida más segura que el acierto.

Empoderar es empalabrar.

La lectura es una técnica de defensa propia.

El plácido mundo en que crecimos nunca existió.

En política lo que convence es la cantinela. La repetición tiene más capacidad disuasoria que el silogismo.

La filosofía no proporciona ningún refugio para la intemperie. Es la intemperie. Es más capaz de destruir que de construir. De ahí la importancia del silencio. De ahí la cicuta.